Historia de tres
El amor se fue con la tormenta de verano, arrasó mi corazón
y la entrepierna la dejó con ganas la
más bella y querida dama, que jugaba a ser la sal en la herida, a ser la
alegría y la cerveza fría a ser como no la estrella en las noches cerradas por
nubarrones que se adueñan del cielo y consigue salir de entre ellos.
Era nerviosa, insegura, le gustaba el fuego en los besos con
sabor a algo que extrañaba.
A mí me gustaba ella, acostumbrado a enamorarme de causas
como la mía, perdida. Acostumbrado a ganar poco y perder y dejarme el tipo por
luchar, acostumbrado a sufrir, a querer, y a tardar en olvidar.
Suelto muchos versos, chascarrillos que se van como el agua
que vino, con el viento, y dejan asentada una gota de humanidad en la
desembocadura de un corazón que cree estar a la deriva cual barco que navega en
una dirección perdida, pero firme sin perder la calma, ni el control. Creyendo
que no necesita quien capitanee el timón.
He ido a ver la luna y el paraje de defunción era el mismo
que teñía de azul el fondo de sus ojos cuando estaba tan ebria que solo quería
amor, cuando aquella noche la sujeté el pelo, mientras vomitaba la razón que
creía que la evadía, de su enfermedad, de sus miedos, de su angustia, de su
esencia, de todo lo que no creía tener y tenía, y tiene, de todo aquello
pensaba que se evadía.
Después se lanzó a mi cuello, se lanzó a mi boca, la dije
que descansara, que se echara. Así no la quería, no podía y la dejé descansar
entre mi almohada arropada por todos los cojines que había por casa.
A la mañana se levantó, se puso sus zapatos, me
despedí, salió de casa, pero se quedó en
mi interior, como los buenos momentos se graban.
Solo precisé dos días y muy poco, para que se arrimara a mí
para que me gustara, para ponerme a escribir todo aquello que ahora está en la
basura, pues eran sueños, ilusiones en forma de tinta, con lo que pretendía
gustarla, aunque ya lo hacía, la agradaba, la divertía.
Su esencia en un trocito, de mi libro, de mi conciencia,
ella ya no me recuerda igual, aun así las promesas que la hice siguen ahí,
esperando a que vuelva.
Pues soy de promesa fácil, no me pesa, puedo sonreír, estar
orgulloso de mí. Al final me llevo eso,
recuerdos desparejados, que buscan ser contados, y escuchar a las noches
callados otros similares, de entes solitarias que buscan compañía y su minuto
de fama.
Después de todo, los abrazos son dulces, las caricias
consuelan y lo que más duele es renunciar a ellas.
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